martes, 12 de septiembre de 2017

Ya salió la segunda parte de la biografía de Fernando Samalea

Continuando “Que es un long play”, “Mientras otros duermen” es la versión novelada de un período “adrenalínico” de la vida de Fernando Samalea, entre 1997 y 2010.


Detalla el periodo de los discos de bandoneón que grabó y muchas historias junto a Gustavo Cerati, Charly García, Andrés Calamaro, Joaquín Sabina, Miguel Bosé, A-Tirador Láser, Belmondo, Caetano Veloso, Fabi Cantilo, Daniel Melingo, Calle 13 y Fernando Kabusacki, detallados en sus 570 páginas. Contiene además 32 páginas de papel especial con fotografías y epígrafes.

Hace unos días Fernando tuvo unas palabras sobre su sentir para con “el emperador del universo” como alguna vez lo llamó: "Su altivez me fascina, y a él le queda muy bien: sabe mostrar sus creaciones como quien da vuelta un naipe y es una carta valiosa. ¡Siempre parece estar revelando una verdad universal! Como buen demonio de alta alcurnia, tiene algo de Conde Drácula, no exento de ternura. Al hablar, intercala onomatopeyas, movimientos de manos, levantamientos de cejas y expresiones dignas de un tablado teatral. En su órbita irresistible, sucede algo importantísimo de forma constante."

Charly por su parte escribió un párrafo para la contratapa del libro: "Siempre me sorprendió la musicalidad de Fernando. No piensa como un baterista, no tiene vicios musicales, ni de los demás. Su primer libro me divirtió mucho. ¡Tiene más memoria que yo! Le deseo mucho éxito como escritor. Es el primer escritor baterista que conozco."

Aquí el episodio del nuevo libro “Teléfono. Es Charly García: ‘¿Te gustaría tocar conmigo en la playa hoy?’”

...Un domingo caluroso del verano de 2008, desayunaba en el bar Mania's de Constitución, mirando hacia la avenida Caseros por el ventanal ante medialunas de grasa y cafés con leche, cuando sonó mi celular.

—Fernandito, ¿cómo estás? Soy Charly —dijo con la voz más aguda de lo habitual, la que usaba cuando estaba por pedir un favor.
De inmediato, agregó:
—¿Te gustaría tocar conmigo en San Bernardo?
—Pero, por favor, claro que sí. ¿Cuándo sería?
—¡Guau, man, hoy mismo! Vamos en dúo, vos y yo, ¿entendés? O sea, la rompemos, ¿you know?, ¡somos lo más!
—¡Y somos los más modestos! —agregué.
—Ahora te pasa a buscar mi manager para llevarte en su auto a la Costa. Yo ya salí en una combi, paso por lo de Carlitos Blue's a buscar unas cuerdas y te espero a mitad de camino en la ruta, así seguimos juntos, ¿OK?

Escuché el clic del corte telefónico y no pude emitir respuesta. Pagué la cuenta y caminé las cuatro cuadras hasta el altillo a buscar algo de ropa. Un automóvil marrón esperaba estacionado frente al portal de la calle San José. Su aspecto evidenciaba no cumplir con ninguna de las reglas establecidas, en especial las relacionadas con la seguridad. Quien oficiaba de asistente iba al volante y el manager, como acompañante. Su altivez de "productor" hacía sospechar a simple vista que al compositor de turno solo le diría el diez por ciento de la verdad sobre sus negociaciones. Atrás estaba sentada una rubia, con varios bolsos. La secretaria de la "agencia", según dijeron. Me apreté como pude y el chofer aceleró a toda velocidad en dirección a la Plaza España, para doblar hacia la izquierda hasta la calle Salta, luego por Brasil a la derecha y tomar la autopista en la 9 de Julio. No tardé en corroborar que la imprudencia era su fuerte. Para colmo, los "organizadores" iban tomando cocaína de un frasco, con una cucharita plástica blanca o directamente desde la parte superior de la mano, haciendo un hueco con el pulgar y el índice, a la manera de la sal y limón de un tequila. Constaté que el promedio de ingesta de "chofla" —ese era el apelativo gracioso que usaba Charly— sucedía cada seiscientos o setecientos metros.
Nuestro productor, voluminoso y transpirado, hablaba por celular de manera ininterrumpida. Teléfono en la oreja, exponía hacia el asiento de atrás, sin darse cuenta, su mano blanquecina por la sustancia. Advertir por el espejo retrovisor la forma en que el conductor miraba la carretera, parpadeando nerviosamente y nublando su vista por largos segundos, tampoco generaba demasiada confianza. ¡No podíamos creerlo!

—Charly nos espera en algún lugar de la ruta, ¿no? —dije, como si lo que estaba ocurriendo fuese de lo más rutinario.
—Sí, sí, quedate tranquilo, ya está todo arreglado —contestó el manager secamente.

Mientras tanto, para aportar surrealismo, la rubia hablaba del grupo La Mancha de Rolando. Fuimos surcando el asfalto de la carretera y sus verdes, bajo el sol, leyendo publicidades al paso.
De improviso, una patrulla policial hizo señas para que nos detuviésemos. 
El hecho se asemejó a recibir un baldazo de cemento portland. "Buenas tardes, por favor, bajen todos del automóvil con papeles y documentos", esbozó monocorde uno de los agentes. "Tranquila, no pasa nada", le dije a la secretaria, seguramente no muy convencido. Al lado de la palanca de cambios habían quedado, bien visibles, dos frascos llenos del conocido clorhidrato blanco, que nadie se ocupó de esconder. Calculé que unos treinta gramos estarían a disposición de algún juez de turno, para bajar el martillo y dictar una frondosa condena para todos. Aunque la peor evidencia eran los rostros desencajados de nuestros choferes. Nuestro Bill Graham vernáculo gesticulaba ante los uniformados con aire de superioridad, dándole palmadas al techo del patrullero para agregar énfasis a algunos de sus reproches. Su asistente observaba en silencio, con el mentón hacia abajo, apoyado sobre el capot y de brazos cruzados, con aspecto de asesino serial. No entendí cómo aún no habíamos sido esposados y conducidos a una cárcel de extrema seguridad. Pero, los ángeles protectores fueron fieles una vez más y, a los pocos minutos, nos dejaron seguir. ¡Incluso pidiéndonos disculpas! Bill estrechó su mano con restos de cocaína con el oficial y continuamos por la Ruta 2, hasta alcanzar la parrilla del kilómetro 140 donde transbordaríamos a la combi de García.

—¡Alzaga! ¡La vanguardia es así! —gritó al vernos, ajeno a los acontecimientos.
—No sabés, casi nos meten en cana —le comenté subiendo a la camioneta blanca, dudando si él me había prestado atención.

Multimedia, Charly cargaba blocs de dibujos, cuadernos y libros intervenidos, desparramados entre los asientos vacíos y el piso del vehículo. El desorden era total y un disco de Todd Rundgren sonaba a alto volumen. Se tomó unos cuantos kilómetros para describir cómo iba a ser el concierto y prometer brindar una maravilla artística sin precedentes a sus seguidores. Luego, acompañándose con un teclado portátil pintarrajeado al que le faltaban algunas piezas, cantamos sus canciones a modo de "ensayo", mirando árboles, vacas y caballos a velocidad crucero. 
Luego de entonar la frase "Y cuando estés masturbando a la nena en un hotel de Pinamar", tuvo un exabrupto de autovaloración: "O sea, OK, loco, o sea, soy el mejor, lo demás no existe". Recordó también lo que supuestamente había dicho el terapeuta inglés Ken Lawton sobre él: "Virtudes: memoria excelente y buena persona. Defectos: a veces se olvida el cepillo de dientes".
Al fin llegamos al complejo Zum, sobre la avenida San Bernardo. "Seis cosas hay en la vida: salud, dinero, amor, sexo, droga y rocanrol", gritó el Artista al bajar a la vereda. El boliche se llamaba Club Sol. Una batería Tama negra, con el logo del grupo Aturdidos pintado en el parche delantero del bombo —tal vez como advertencia a lo que vendría—, estaba montada sobre el escenario.
 Chequeamos los instrumentos con el telón cerrado, y poco después comenzó el "show". Una secta de Aliados no paró de alentar: "Borón bombón, Borón bombón, esta es la banda de Say No More".
García salió al ruedo empuñando su guitarra Gibson SG bordó, cubierto con una burka islámica. Para no quedar atrás, me hice un turbante rojo con un largo pañuelo que traía en mi mochila. Arrancamos con "This Time", un tema nunca editado que habíamos grabado en los ochenta con Los Enfermeros, interrumpido por él mismo para dar un breve discurso inconexo en inglés y advertir por el micrófono que "en Irak te decapitarían por pedir una canción"
Proseguimos con "Money" y "Vampiro", incluidos en el “Black Album” de 1992, un CD de circulación privada que habíamos compaginado con Mario Breuer, con demos e inéditos. La joven audiencia, habituada a los espectáculos impredecibles del bicolor, profirió una ovación.


—Bueno, les explico un poco por qué estamos acá... ¡no me acuerdo! —dijo el líder detrás de sus velos negros.
—¡Te queremos ver la cara, Charly! —vociferó una chica.

De forma aleatoria y caótica, sonaron músicas de Kill Gil como "Pastillas", y clásicos como "De mí", pero en tiempo de rock, "Hablando a tu corazón", "No toquen" y "Adela en el carroussel". Desperfectos, roturas de equipos, teclados cayendo al suelo desde mesitas de televisores y epítetos subidos de tono fueron lo corriente a partir de un momento. Su asistente trabajaba al límite de la esclavitud, mientras nuestro Héroe quedó con un slip como único atuendo. Tomando la guitarra o arrojándola a un costado, caminando de una punta a otra del escenario, sentándose ante teclados o lo que quedaba de ellos, amenazó esporádicamente a quienes intentaban fotografiarlo. "¿Por qué no complacer al público?", dijo luego ante un pedido, quizá solo para confundir.
García continuaba mostrando el encanto de lo incorrecto, transgrediendo leyes sociales como ningún otro ciudadano libre. ¡Si hasta los policías o jueces, antes que detenerlo, preferían su autógrafo o una foto con él! "Muchas gracias, las vacaciones siguen", dijo por el micrófono al despedirse.
Luego, le advirtió a su manager, que estaba parado al costado del palco: "Escuchame, yo soy el que da las órdenes acá, y no puede haber contraórdenes. Yo no tengo la culpa de que no hayan estudiado. ¡Ustedes son mis súbditos!".
Cuando volví al camarín, ya no había rastros de él. O mejor dicho, había demasiados: la habitación aparentaba haber sido bombardeada, o al menos invadida por una cuadrilla de vikingos expertos en guerras cuerpo a cuerpo. Decenas de sandwiches de miga, galletitas, botellas y vidrios rotos, incluyendo mis auriculares Sony, cubrían el piso. En una de las paredes se veía claramente, pintado con aerosol, el símbolo Say No More de la S, N y M entrelazadas.
Más tarde, fuentes fidedignas comentaron que el Líder Carismático había salido como una tromba del lugar, vociferando "¡Aunque no tenga razón, tengo razón!", para hacerle autostop al primer automóvil que cruzó por azar y desaparecer con rumbo desconocido.
Regresé a Buenos Aires en un bus de línea, mezclado entre familias y jóvenes de vacaciones, sin noticias del Artista...

Hernán para Cinema Veritè

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